Homero, Odisea XXIV, 1-14 (Traducción de Luis Segalá y Estalella).
                                                                                                                                                                                                                            
        Asfódelos
                
          El cilenio Hermes llamaba las almas de los
            pretendientes,
            teniendo en su mano la hermosa áurea vara con la cual
            adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que
            duermen. Empleábala entonces para mover y guiar las almas y
            éstas le seguían, profiriendo estridentes gritos. Como
            los murciélagos revolotean chillando en lo más hondo de una
            vasta gruta si alguno de ellos se separa del racimo colgado
            de la peña, pues se traban los unos con los otros: de la
            misma suerte las almas andaban chillando, y el benéfico
            Hermes, que las precedía, llevábalas por lóbregos senderos.

                                                                           
                Wilhelm Schubert von Ehrenberg, Ulises en el Palacio de
                Circe 
                                                                                                
                Ca. 1676, Museo de P. Paul Getty, Los Ángeles
            
                    
1.
                        Instrucciones de Circe  
                      
                    
 Homero, Odisea X,
                      504-537 (Traducción de Luis Segalá y
                      Estalella).
—¡Laertíada,
                    del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No
                    te dé cuidado el deseo de tener quien te guíe el
                    negro bajel: iza el mástil, descoge las blancas
                    velas y quédate sentado, que el soplo del Bóreas
                    conducirá la nave. Y cuando hayas atravesado el
                    Océano y llegues adonde hay una playa estrecha y
                    bosques consagrados a Perséfone y elevados álamos y
                    estériles sauces, detén la nave en el Océano, de
                    profundos remolinos, y encamínate a la tenebrosa
                    morada de Hades. Allí el Piriflegetón y el Cocito,
                    que es un arroyo del agua de la Estix, llevan sus
                    aguas al Aqueronte; y hay una roca en el lugar donde
                    confluyen aquellos sonoros ríos.
                
                    
                          Acercándote, pues, a
                            este paraje, como te lo mando, oh héroe,
                            abre un hoyo que tenga un codo por cada
                            lado; haz en torno suyo una libación a todos
                            los muertos, primeramente con aguamiel,
                            luego con dulce vino y a la tercera vez con
                            agua, y polvoréalo de blanca harina. Eleva
                            después muchas súplicas a las inanes cabezas
                            de los muertos y vota que en llegando a
                            Itaca, les sacrificarás en el palacio una
                            vaca no paridera, la mejor que haya, y
                            llenarás la pira de cosa excelente, en su
                            obsequio; y también que a Tiresias le
                            inmolarás aparte un carnero completamente
                            negro que descuelle entre vuestros rebaños.
                            
                          
Así que hayas invocado con tus
                      preces al ínclito pueblo de los difuntos,
                      sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo
                      el rostro al Erebo, y apártate un poco hacia la
                      corriente del río: allí acudirán muchas almas de
                      los que murieron. Exhorta en seguida a los
                      compañeros y mándales que desuellen las reses,
                      tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por
                      el cruel bronce, y las quemen prestamente,
                      haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda
                      Persefonea; y tú desenvaina la espada que llevas
                      cabe al muslo, siéntate y no permitas que las
                      inanes cabezas de los muertos se acerquen a la
                      sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias. 
                  
Homero, Odisea XI, 13-78 (Traducción de Luis Segalá y Estalella).
      
                     Allí Perimedes y Euríloco
                      sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la
                      aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un
                      hoyo de un codo de lado; hice a su alrededor
                      libación a todos los muertos, primeramente con
                      aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez
                      con agua y lo despolvoree todo con blanca harina.
                      Acto seguido supliqué con fervor a las inaces
                      cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara
                      a Itaca, les sacrificaría en el palacio una vaca
                      no paridera, la mejor que hubiese, y que en su
                      obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y
                      también que a Tiresias le inmolaría aparte un
                      carnero completamente negro que descollase entre
                      nuestros rebaños.     
                  
               
              La primera que vino fue el alma de
                      nuestro compañero Elpénor el cual aún no había
                      recibido sepultura en la tierra inmensa; pues
                      dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin
                      enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros
                      trabajos. Al verso lloré, le compadecí en mi
                      corazón y, hablándose, le dije estas aladas
                      palabras:
—¡Oh, Elpénor! ¿Cómo
                      viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has
                      llegado a pie, antes que yo en la negra nave.
                      Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió
                      con estas palabras:
—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo,
                    fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de
                    algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado
                    en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a
                    fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el
                    techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y
                    mi alma descendió a la mansión de Hades. Ahora te
                    suplico en nombre de los que se quedaron en tu casa
                    y no están presentes -de tu esposa, de tu padre, que
                    te crió cuando eras niño, y de Telémaco el único vástago que dejaste en el
                  palacio-: sé que, partiendo de acá de la morada de
                  Hades, detendrás la bien construida nave en la isla
                  Eea: pues yo te ruego, oh rey, que al llegar te
                  acuerdes de mí. No te vayas, dejando mi cuerpo sin
                  llorarle ni enterrarle a fin de que no excite contra
                  ti la cólera de los dioses; por el contrario, quema mi
                  cadáver con las armas de que me servía y erígeme un
                  túmulo en la ribera del espumoso mar para que de este
                  hombre desgraciado tengan noticia los venideros. Hazlo
                  así y clava en el túmulo aquel remo con que, estando
                  vivo, bogaba yo con mis compañeros.
Homero, Odisea
                              XI, 204-224 (Traducción
                              de Luis Segalá y Estalella).
                            Así se expresó. Quise
                              entonces efectuar el designio, que tenía
                              formado en mi espíritu, de abrazar el alma
                              de mi difunta madre. Tres veces me acerqué
                              a ella, pues el ánimo incitábame a
                              abrazarla; tres veces se me fue volando de
                              entre las manos como sombra o sueño.
                              Entonces sentí en mi corazón un agudo
                              dolor que iba en aumento, y dije a mi
                              madre estas aladas palabras:
—¡Madre
mía!
                            ¡Por qué huyes cuando a ti me acerco,
                            ansioso de asirte, a fin de que en la misma
                            morada de Hades nos echemos en brazos el uno
                            del otro y nos saciemos de triste llanto?
                            Por ventura envióme esta vana imagen la
                            ilustre Persefonea, para que se acrecienten
                            mis lamentos y suspiros?
Así le dije; y al momento me
                            contestó mi veneranda madre:
—¡Ay de mi hijo mío, el más
                            desgraciado de todos los hombres! No te
                            engaña Persefonea, hija de Zeus, sino que
                            esta es la condición de los mortales cuando
                            fallecen: los nervios ya no mantienen unidos
                            la carne y los huesos, pues los consume la
                            viva fuerza de las ardientes llamas tan
                            pronto como la vida desampara la blanca
                            osamenta; y el alma se va volando, como un
                            sueño. Mas, procura volver lo antes posible
                            a la luz y llévate sabidas todas estas cosas
                            para que luego las refieras a tu consorte.
 
              
              
              
              
              
              
              
              Mientras
nosotros
                  estábamos afligidos, diciéndonos tan tristes razones y
                  derramando copiosas lágrimas, vinieron las almas de
                  Aquileo Pelida, de Patroclo, del intachable Antíloco y
                  de Ayante, que fue el más excelente de todos los
                  dánaos en cuerpo y hermosura, después del eximio
                  Pelión. Reconocióme el alma del Eácida, el de los pies
                  ligeros, y lamentándose me dijo
                  estas aladas palabras:
—¡Laertíada,
del
                  linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo en virtudes!
                  ¡Desdichado! ¿Qué otra empresa mayor que las pasadas
                  revuelves en tu pecho? ¿ Cómo te atreves a bajar a la
                  mansión de Hades, donde residen los muertos, que están
                  privados de sentido y son imágenes de los hombres que
                  ya fallecieron?
Así
se
                  expresó; y le respondí diciendo:
                  —¡Oh Aquileo, hijo de Peleo, el más valiente de los
                  aquivos! Vine por el oráculo de Tiresias,
                  a ver si me daba algún consejo para llegar a la
                  escabrosa Itaca; que aún no me acerqué a la Acaya, ni
                  entré en mi tierra, sino que padezco infortunios
                  continuamente. Pero tú, oh Aquileo, eres el más
                  dichoso de todos los hombres que nacieron y han de
                  nacer, puesto que antes, cuando vivías, los argivos te
                  honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí,
                  imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual,
                  oh Aquileo, no has de entristecerte porque estés
                  muerto.
Así le dije, y me contestó en seguida:
                  —No intentes consolarme de la muerte, esclarecido
                  Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, o un
                  hombre indigente que tuviera poco caudal para
                  mantenerse, a reinar sobre todos los muertos. Mas, ea,
                  háblame de mi ilustre hijo: dime si fue a la guerra
                  para ser el primero en las batallas, o se quedó en
                  casa. Cuéntame también si oíste algo del eximio Peleo
                  y si conserva la dignidad real entre los numerosos
                  mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ptía
                  porque la senectud debilitó sus pies y sus manos. ¡Así
                  pudiera valerle, a los rayos del sol, siendo yo cual
                  era en la vasta Troya, cuando mataba guerreros muy
                  fuertes, combatiendo por los argivo. Si; siendo tal,
                  volviese, aunque por breve tiempo, a la casa de mi
                  padre, daríales terrible prueba de mi valor y de mis
                  invictas manos a cuantos le hagan violencia o intenten
                  quitarle la dignidad regia.
Odiseo
                        en el Hades por J. Flaxman, 1792. Royal Academy
                        of Arts, Londres
              
              
Homero,
                  Odisea 11, 504-40 
                  (Traducción
                      de Emilio Crespo)
De tal modo él habló y, a mi vez,
                    contestándole dije. "Nada cierto he venido a saber
                    del perfecto Peleo. De tu hijo, Neoptólemo, en
                    cambio, podré relatarte la verdad entera cual tú lo
                    has pedido: yo mismo en la cóncava nave de buen
                    equilibrio lo traje desde Esciros al real de los
                    dánaos de espléndidas grebas. Cuando en torno a los
                    muros de Troya teníamos consejo, era siempre el
                    primero en hablar con palabras certeras; sólo el
                    ínclito Néstor y yo superarle solíamos, pero, al ir
                    a luchar con las lanzas corriendo los campos de
                    Ilión, no aguantaba jamás el marchar con la hueste,
                    mas corría por delante bien lejos sin par en su
                    furia. Muchos hombres mató en la terrible contienda.
                    Imposible recordarlos yo todos ni darte con nombres
                    aquella multitud que sin vida dejó socorriendo a los
                    dánaos. Bastará con contar del Teléfida Eurípilo, el
                    héroe que rindió con el bronce; a su lado en montón
                    sus amigos, los ceteos, eran muertos por mor de
                    femíneos regalos; más hermoso varón nunca ví salvo
                    Memnon divino. 
Al entrar
                    al caballo, artificio y trabajo de Epeo, los
                    magnates argivos, corrió por mi cuenta el cuidado de
                    regir la emboscada cerrando y abriendo las puertas;
                    allá dentro los otros caudillos y príncipes dánaos
                    enjugaban su llanto; el temblor agitaba sus
                    miembros; en él solo jamás con mis ojos noté que
                    mudase de color la hermosísima piel ni el vi que en
                    el rostro se enjugara una lágrima; instábame en
                    ruegos constantes a salir del caballo, empuñando en
                    sus manos la espada y la lanza broncínea con ansia
                    del mal de los teucros.
                         Arrasado por fin el alcázar
                    excelso de Príamo, con su parte de presa y honor
                    embarcó en su navío sin sufrir ningún daño: no
                    herido por lanza de bronce ni alcanzado tampoco de
                    cerca, cual suele en la guerra ocurrir tantas veces,
                    que es ciega la furia de Ares."
                          Tal le dije y el alma del
                    rápido Eácida fuese por el prado de asfódelos dando
                    sus pasos gigantes, satisfecho de oír el honor que
                    alcanzaba su hijo.  
                  
            
            
              
               
              
            
                        Allí vi a Minos,
                        ilustre vástago de Zeus, sentado y empuñando
                        áureo cetro, pues administraba justicia a los
                        difuntos. Estos, unos sentados y otros en pie a
                        su alrededor, exponían sus causas al soberano en
                        la morada de Hades.
                      
                
              
     Vi
                  después al gigantesco Orión, el cual perseguía por la
                  pradera de asfódelos las fieras que antes había herido
                  de muerte en las solitarias montañas, manejando
                  irrompible clava toda de bronce.
                
                
    
                  
                                                                             
                2.4.
                                    Ticio, Tántalo, Sísifo
                                   
                     
                    
                  
                    
Ticio por Tiziano, Museo del
                        Prado, ca. 1565
                  
                  
                                
                              Homero, Odisea XI, 576-600 
                            (Traducción de Luis Segalá y Estalella)
                           
                         Vi también a Titio, el hijo
                    de la augusta Gea, echado en el suelo, donde ocupaba
                    nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le
                    roían el hígado, penetrando con el pico en sus
                    entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos;
                    porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa
                    consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre
                    la amena Panopeo.
                  

                          Vi
                    asimismo a Tántalo, el cual padecía crueles
                    tormentos, de pie en un algo cuya agua le llegaba a
                    la barba. Tenía sed y no conseguí tomar el agua y
                    beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la
                    intención de beber, otras tantas desaparecía el agua
                    absorbida por la tierra, la cual se mostraba
                    negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba.
                    Encima de él colgaban las frutas de altos árboles
                    -perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y
                    verdes olivos-; y cuando el viejo levantaba los
                    brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las
                    sombrías nubes.
                          
                           Vi de igual
                    modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos
                    empujando con entrambas manos una enorme piedra.
                    Forcejeaba con los pies y las manos e iba
                    conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte;
                    pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una
                    fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que
                    caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a
                    empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de
                    los miembros y el polvo se levantaba sobre su
                    cabeza.
                  
              
                
                
                
                
                
                
                
                
                  
                
              
                        
Sísifo,
                        vasija ática de figuras negras, ca. 510 a.C.
                        Beazley Archives
                          
                        
                        
              
2.5. Heracles
                                  
                     
                 
                   
                        
Vi
                    después, al fornido Heracles
                    o, por mejor decir, su imagen, pues él está con los
                    inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y
                    tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos,
                    hija de Zeus y de Hera, la de áureas sandalias. En
                    torno suyo dejábase oír la gritería de los muertos
                    -cual si fueran aves-, que huían espantados a todas
                    partes; y Heracles, semejante a tenebrosa noche,
                    traía desnudo el arcon con la flecha sobre la
                    cuerda, y volvía los ojos atrozmente como si fuese a
                    disparar. Llevaba alrededor del pecho un tahalí de
                    oro, de horrenda vista, en el cual se habían labrado
                    obras admirables: osos, agrestes jabalíes, leones de
                    relucientes ojos, luchas, combates, matanzas y
                    homicidios. Ni el mismo que con su arte construyó
                    aquel tahalí hubiera podido hacer otro igual.
                  
              
Hércules
                          disparando. Luca Cambiaso, 1544-50. Museo del
                          Prado
                
              
                
              
                
 II. Los Campos Elíseos en
                            Homero. Las Islas de los Bienaventurados en
                            Hesíodo y Píndaro
                           
                        
                  
                
              
                
                
                
                
                
                
                
                       Homero, Odisea
                        4, 561 ss. (Traducción
                        de Luis Segalá y Estalella)
(Habla Proteo) Por lo que a ti se
                      refiere, oh Menelao, alumno de Zeus, el hado no
                      ordena que acabes la vida y cumplas tu destino en
                      Argos, país fértil de corceles, sino que los
                      inmortales te enviarán a los campos Elíseos, al
                      extremo de la tierra, donde se halla el rubio
                      Radamantis -allí los hombres viven dichosamente,
                      allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni
                      lluvia, sino que el Océano manda siempre las
                      brisas del Céfiro, de sonoro soplo, para dar a los
                      hombres más frescura-, porque siendo Helena tu
                      mujer, eres para los dioses el yerno de Zeus.
                    
                
              
                
                
                
                
                
                
                
                Hesíodo, Trabajos y Días 166 ss. (Trad. A. Pérez
                        Jiménez) 
[Allí, por
                    tanto, la muerte se apoderó de unos.] A
                      los otros, el padre Zeus Crónida determinó
                    concederles vida y residencia lejos de los hombres,
                    hacia los confines de la tierra. Éstos viven con un
                    corazón exento de dolores en las Islas de los
                    Afortunados, junto al Océano de profundas
                    corrientes, héroes felices a los que el campo fértil
                    les produce frutos que germinan tres veces al año,
                    dulces como la miel.
              
                                                                                                                                                                                                                   
                La Edad de Oro según Ingress
                                                                                                                                                                                                                                                                                             
                
              
 
                
                      Píndaro, Olímpica II 68 ss. (Trad. E. Suárez de la
                      Torre, Madrid, Cátedra, 2000) 
 
                  

     
                        

Dímelo,
                                                  no lo ocultes, para
                                                  que ambas lo sepamos.
                                                  Pues si no lo has
                                                  hecho, de vuelta del
                                                  aborrecible Hades
                                                  habitarás juntos a mí
                                                  y junto al padre
                                                  Cronión, encapotado de
                                                  nubarrones, honrada
                                                  entre todos los
                                                  inmortales. Pero si
                                                  hubieras comido,
                                                  yéndote de nuevo a las
                                                  profundidades de la
                                                  tierra, habitarás allí
                                                  la tercera parte de
                                                  cada año, y las otras
                                                  dos, junto a mí y a
                                                  los demás inmortales.
                                                  Cuando la tierra
                                                  verdee con toda clase
                                                  de fragantes flores
                                                  primaverales, entonces
                                                  ascenderás de nuebo de
                                                  la nebulosa tiniebla,
                                                  gran maravilla para
                                                  los dioses y los
                                                  hombres mortales. Así
                                                  pues, ¿con qué fraude
                                                  te engañó el Poderoso,
                                                  que a muchos acoge?
-Pues
                                                  bien, madre, te lo
                                                  contaré todo sin
                                                  engaño: Cuando llegó
                                                  el mensajero Hermes,
                                                  el raudo corredor, de
                                                  parte del padre
                                                  Crónida y de los demás
                                                  dioses celestes, para
                                                  sacarme del Érebo, a
                                                  fin de que al verme tú
                                                  con tus ojos cesaras
                                                  en tu cólera y en tu
                                                  terrible rencor contra
                                                  los inmortales, yo di
                                                  un salto de alegría;
                                                  pero él me trajo a
                                                  escondidas un grano de
                                                  la granada, manjar
                                                  dulce como la miel, y
                                                  a pesar mío, por la
                                                  fuerza, me obligó a
                                                  comerlos. Mas cómo fue
                                                  que, raptándome de
                                                  acuerdo con el sagaz
                                                  designio del Crónida,
                                                  se me había llevado a
                                                  las profundidades de
                                                  la tierra, te lo
                                                  contaré y lo referiré
                                                  puntualmente tal como
                                                  me lo preguntas.
                                                      
    
                                                          
Todas
                                                          nosotras en un
                                                          prado
                                                          encantador
                                                          (Leucipe,
                                                          Feno, Electra,
                                                          Yante, Mélite,
                                                          Yaque, Rodia,
                                                          Calírroe,
                                                          Melóbosis,
                                                          Tique, así
                                                          como Ocírroe,
                                                          de suave tez
                                                          de flor,
                                                          Criseida,
                                                          Yanira,
                                                          Acaste,
                                                          Admete,
                                                          Ródope, Pluto
                                                          y la graciosa
                                                          Calipso,
                                                          Éstige, Urania
                                                          y la amable
                                                          Galaxaura,
                                                          Palas, la que
                                                          suscita el
                                                          combate y
                                                          Ártemis,
                                                          diseminadora
                                                          de dardos),
                                                          jugábamos y
                                                          cogíamos en un
                                                          ramo con
                                                          nuestras manos
                                                          encantadoras
                                                          flores: el
                                                          suave azafrán,
                                                          los gladiolos
                                                          y el jacinto,
                                                          cálices de
                                                          rosa, lirios,
                                                          maravilla de
                                                          ver, y el
                                                          narciso que la
                                                          ancha tierra
                                                          hacía brotar
                                                          como el
                                                          azafrán. Yo
                                                          estaba
                                                          cogiéndolas
                                                          con alegría,
                                                          pero la tierra
                                                          se abrió desde
                                                          lo más
                                                          profundo y por
                                                          allí se lanzó
                                                          fuera el
                                                          poderoso que a
                                                          muchos acoge.
                                                          Partió
                                                          llevándome con
                                                          él bajo tierra
                                                          en su áureo
                                                          carro, muy mal
                                                          de mi grado y
                                                          yo lancé
                                                          agudos gritos
                                                          con mi voz.
                                                          Esto que te
                                                          digo, muy
                                                          afligida, es
                                                          toda la
                                                          verdad.
                                                        
                                                              
                                                          Así entonces,
                                                          el día entero,
                                                          con unánime
                                                          anhelo,
                                                          confortaban de
                                                          múltiples
                                                          formas su
                                                          corazón y su
                                                          ánimo,
                                                          demostrándose
                                                          mutuo cariño.
                                                          Su ánimo se
                                                          liberaba de
                                                          dolores, y
                                                          recibían una
                                                          de otra
                                                          alegrías y a
                                                          la vez se las
                                                          daban. Cerca
                                                          de ellas llegó
                                                          Hécate de
                                                          brillante
                                                          diadema y dio
                                                          muchos pruebas
                                                          de cariño a la
                                                          hija del sacra
                                                          Deméter. Desde
                                                          entonces la
                                                          soberana la
                                                          precede y la
                                                          sigue.
                                                    
                                                    
Lámina
                                                  de Hiponio (traducción
                                                    propia)
                                              “Bajo
la
                                    protección de Mnemósine está esta
                                    tumba, cuando esté a punto de
                                    morir... (para el que vaya) a las
                                    bien ajustadas mansiones de Hades,
                                    hay a la derecha una fuente y junto
                                    a ella se yergue un blanco ciprés.
                                    Allí, cuando bajan, se refrescan las
                                    almas de los muertos. A esta fuente,
                                    ni siquiera un poco te acerques. Más
                                    adelante encontrarás de Mnemósine el
                                    agua fresca que de su laguna fluye;
                                    unos guardianes hay encima, éstos te
                                    preguntarán con sus penetrantes
                                    ánimos qué andas escudriñando las
                                    tinieblas del caliginoso Hades. Dí:
                                    “hijo de la Tierra soy y del Cielo
                                    estrellado, estoy seco de sed y me
                                    muero, pero dadme pronto de beber el
                                    agua fresca de la laguna de la
                                    propia Mnemósine”. Y en verdad se lo
                                    dirán al rey subterráneo. Y en
                                    verdad te darán de beber de la
                                    laguna de Mnemósine. Y en efecto, tú
                                    tras beber, irás por un camino
                                    sagrado, precisamente por el que
                                    otros iniciados y bacos, vía
                                    sagrada, avanzan gloriosos”.
                                    
                                  
                                 

                                        Lámina de Turios 3 (traducción propia)
                                    
         “Vengo de
                                          entre los puros pura, reina de
                                          los seres subterráneos, Eucles
                                          y Eubuleo y dioses, cuantos
                                          son los demás espíritus. Pues
                                          yo también me vanaglorio de
                                          ser de vuestro dichoso linaje,
                                          he expiado la culpa por obras
                                          impías. Ya me domeñara la
                                          moira, ya por el que arroja
                                          los rayos de los truenos. Pero
                                          ahora suplicante llego ante la
                                          veneranda Perséfone, para que
                                          benévola me envíe a las
                                          moradas de los
                                          bienaventurados”.
                                      
                                    
Lámina de Turios 4 (traducción propia)
“Pero cuando el
                                        alma abandona la luz del sol,
                                        derecho... debes de ir tras
                                        haber guardado bien todo.
                                        Bienvenido, has sufrido una
                                        experiencia cual antes en modo
                                        alguno habías experimentado. Te
                                        has convertido en dios, cabrito
                                        en la leche has caído.
                                        Bienvenido, mientras recorres
                                        (el camino) derecho, las
                                        praderas sagradas y los bosques
                                        de Perséfone”.
                      
                                
                
                
              
                
                
                
                
                
                
                
                
                
Platón, Apología
                            40 e - 41 c (traducción de J. Calonge,
                            Madrid, Gredos, 2000) 
                        
                              Si,
                      en efecto, la muerte es algo así, 
digo
                      que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo
                      no resulta ser más que una sola noche. Si, por otra parte, la muerte es
                      como emigrar de aquí a otro lugar y es verdad,
                      como se dice, que allí están todos los que han
                      muerto, ¿qué bien habría mayor que éste, jueces? Pues si, llegado uno al Hades,
                      libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a
                      encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice
                      que hacen justicia allí: Minos, Radamanto, Éaco y
                      Triptólemo y a cuantos semidioses fueron justos en
                      sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje? Además,
                      ¿cuánto daría alguno de vosotros por estar junto a
                      Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo estoy dispuesto
                      a morir muchas veces, si esto es verdad y sería un
                      entretenimiento maravilloso, sobre todo para mí,
                      cuando me encuentre allí con Palamedes, con
                      Ayante, el hijo de Telamón, y con algún otro de
                      los antiguos que haya muerto a causa de un juicio
                      injusto, comparar mis sufrimientos con los de
                      ellos; esto no sería desagradable, según creo. Y
                      lo más importante, pasar el tiempo examinando e
                      investigando a los de allí, como ahora a los de
                      aquí, para ver quién de ellos es sabio, y quién
                      cree serlo y no lo es. ¿Cuánto se daría, jueces,
                      por examinar al que llevó a Troya aquel gran
                      ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o a otros
                      infinitos hombres y mujeres que se podrían citar?
                      Dialogar allí con ellos, estar en su compañía y
                      examinarlos sería el colmo de la felicidad. En
                      todo caso, los de allí no condenan a muerte por
                      esto. Por otras maneras son los de allí más
                      felices que los de aquí, especialmente, porque ya
                      el resto del tiempo son inmortales, si es verdad
                      lo que se
                      dice.                                                               
                      
                                   
                      
                                                                                                                                       
                    Radamantis, Minos y Éaco, crátera
                              apulia, s. IV a.C.
Platón, Gorgias 523 a - 524a (traducción de J. Calonge, Madrid, Gredos, 2000)
Difuntos, Caronte, Los tres jueces, Cerbero
Escucha, pues, como dices, un precioso
                  relato que tú, según opino, considerarás un mito, pero
                  que yo creo un relato verdadero, pues lo que voy a
                  contarte lo digo convencido de que es verdad. Como
                  dice Homero, Zeus, Posidón y Plutón se repartieron el
                  gobierno cuando lo recibieron de su padre. Existía en
                  tiempos de Crono, y aun ahora continúa entre los
                  dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el
                  que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir,
                  después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados
                  y residir allí en la mayor, felicidad, libre de todo
                  mal, pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la
                  cárcel de la expiación y del castigo, que llaman
                  Tártaro. En tiempos de Crono y aun más recientemente,
                  ya en el reinado de Zeus, los jueces estaban vivos y
                  juzgaban a los hombres vivos en el día en que iban a
                  morir; por tanto, los juicios eran defectuosos. En
                  consecuencia, Plutón y los guardianes de las Islas de
                  los Bienaventurados se presentaron a Zeus y le dijeron
                  que, con frecuencia, iban a uno y otro lugar hombres
                  que no lo merecían. Zeus dijo:
                
                  VI.
                              Otras figuras del Ultramundo griego 
                            
                                       
                              
                                                                    
                              1. Cerbero
                              
                             
  
                         
                    
                  
Atenea, Heracles, Cerbero
                  
    
                Homero, Ilíada 8, 362 ss. (Traducción
                de Luis Segalá y Estalella)(Habla
              Atenea) No recuerdo cuántas veces salvé a su hijo abrumado
              por los trabajos que Euristeo le impusiera. Heracles
              clamaba al cielo, llorando, y Zeus me enviaba a
              socorrerle. Si mi sabia mente hubiese presentido lo de
              ahora, no hubiera escapado el hijo de Zeus de las hondas
              corrientes de la Estix, cuando aquél le mandó que fuera al
              Hades, de sólidas puertas, y sacara del Erebo el horrendo
              can de Hades. Al presente, Zeus me aborrece y cumple los
              deseos de Tetis, que besó sus rodillas y le tocó la barba,
              suplicándole que honrase a Aquileo, asolador de ciudades.
              Día vendrá en que me llame nuevamente su amada hija, la de
              los brillantes ojos. 
            
Algunos poetas griegos afirman que Heracles
                hizo subir por aquí (Promontonio Ténaro) al perro de
                Hades, aunque no hay ningún camino bajo tierra a través
                de la cueva, y no es fácil creer que uno de los dioses
                tuviera una vivienda bajo tierra, en la que reuniera a
                las almas. Pero Hecateo de Mileto inventó una historia
                verosímil, diciendo que en el Ténaro se crió una
                terrible serpiente, y que se llamó perro de Hades,
                porque el que era mordido necesariamente moría enseguida
                por el venero y dijo que ésa fue la serpiente que llevó
                Heracles junto a Euristeo. Pero Homero -pues fue el
                primero que llamó perro del Hades al que llevó Heracles-
                no le puso ningún nombre ni lo imaginó de una
                determinada forma, como en el caso de la Quimera. Los
                poetas posteriores le pusieron el nombre de Cerbero, y
                aunque en lo demás lo hicieron igual a un perro, le
                atribuyeron tres cabezas, a pesar de que Homero no lo ha
                descrito como un perro, el compañero del hombre, más que
                llamándolo perro del Hades siendo una serpiente.
        
                              
                      2. Vacada de Hades
            
  
                   
              
            
            
        
          
          
Pseudo-Apolodoro, Biblioteca II,
              5, 10 
              (trad. M. Rodríguez de Sepúlveda, Madrid, Gredos,
                1985)

Luciano, Diálogos de los muertos 2 (22) (trad. J. L. Navarro González, Madrid, Gredos, 1992)
Luciano, Diálogos de los muertos 5 (18) (trad. J. L. Navarro González)

Luciano, Diálogos de los muertos
              14 (4)  (trad. J. L. Navarro González, Madrid, Gredos,
                1992)
            
          HERMES. -Calculemos,
            barquero, si te paree, lo que me debes ya para que no
            discutamos otra vez por el mismo tema.
            CARONTE. -Vamos a hacer las cuentas, Hermes, pues es mejor y
            mucho más cómodo dejar el tema zanjado.
            HERMES. -Por un ancla que me encargaste, cinco dracmas.
            CARONTE. -Mucho dices.
            HERMES. -Sí, por Aidoneo, que la compré por cinco dracmas y
            un estrobo por dos óbolos.
            CARONTE. -Anota, cinco dracmas y dos óbolos.
            HERMES. -Y una aguja para remendar la vela, cinco óbolos
            pagué.
            CARONTE. -Pues anádelos.
            HERMES. -Y cera para parchear las grietas del bote, y clavos
            y el cordel del que hiciste la braza; dos dracmas, todo.
            CARONTE. -Bien, eso lo compraste a un precio razonable.
            HERMES. -Eso es todo, si es que no se me ha olvidado nada al
            echar la cuenta. Por cierto ¿cuándo dices que me pagarás?
            CARONTE. -Ahora, imposible, Hermes. Si una peste o una
            guerra envía aquí una buena remesa, entonces podré sacar
            alguna ganancia a base de cobrar más caro el pasaje.
            HERMES. -¿O sea que voy a tener que sentarme aquí a suplicar
            que acaezca alguna catástrofe a ver si a resultas de ella
            puedo cobrar?
            CARONTE. -No hay otra solución, Hermes. Ahora, y lo ves, nos
            llegan pocos, hay paz.
            HERMES. -Mejor así, aunque se alargue el plazo de la cuenta
            que tenemos pendiente. Por lo demás los hombres de antaño,
            Caronte, ya sabes cómo se presentaban aquí, valientes todos,
            bañados en sangre y cubiertos de heridas la mayoria. Ahora,
            en cambio, el uno muerto envenenado por su hijo o por su
            mujer o con el vientre y las piernas abotargadas por la
            molicie; pálidos todos ellos, sin clase, en nada semejantes
            a aquellos de antaño. Y la mayoría de ellos llegan hasta
            aquí según parece de múltiples maquinaciones mutuas por
            culpa del dichoso dinero.
            CARONTE. -Es que es muy codiciado.
            HERMES. -No te vaya a parecer entonces que desvarío al
            reclamarte con insistencia lo que me debes.
          
                                                                                                                                                                                          
          
                                                                                                                                                                                                        
              Lecito blanco con
                Caronte, Hermes y una difunta
              
        

                  Luciano, Diálogos
                de los muertos 20 (10) 
              (trad. J. L. Navarro González, Madrid, Gredos,
                1992)
          
                CARONTE. -Escuchad cuál es
              nuestra situación: la barquichuela es pequeña para
              vosotros, ya lo veis, encima está la madera medio
              carcomida y hace agua por muchos sititios, y si se inclina
              a uno y otro lado, zozobrará. Además, vosotros llegáis,
              semejante cantidad, de golpe, cada uno con mucho equipaje.
              Conque si embarcáis con él temo que no tardéis en
              arrepentiros, muy especialmente todos los que no sabéis
              nadar.
              
              HERMES. -Pues ¿qué tenemos que hacer para tener una buena
              travesía?
              
              CARONTE. -Yo os lo voy a decir. Tenéis que embarcar
              desnudos luego de dejar en la orilla todos esos bultos que
              traéis de más. Pues incluso así difícilmente podría
              sosteneros la barca. Tú te encargarás, Hermes, a partir de
              ahora de no aceptar a ninguno de ellos que no esté mondo y
              lirondo y que, como dije, no haya arrojado sus bártulos.
              Plantado junto a la escalerilla, examínalos y vete
              recibiéndolos a bordo obligándolos a embarcar desnudos.
        
              
          El paso de la laguna Estigia,
                      Patinis, 1520-24, Museo del Prado
            
            
            
                                
                      4. Danaides
                    
                    
          
                
              
        Danaides
                y Sísifo. Beazley Archive
                 
          
          
Higino, Fábulas
              68  (trad. Santiago Rubio Fernaz, Madrid, Ed.
              Clásicas, 1997)
           
                Dánao, hijo de Belo, tuvo de
              sus muchas esposas cincuenta hijas. Igual número de hijos
              tuvo su hermano Egipto, quien quería matar a su hermano
              Dánao para ocupar él solo el reino paterno. Pidió las
              hijas de su hermano como esposas para sus hijos.
            
                   
                       
              Dánao, enterado del asunto, huyó de África a Argos con la
              ayuda de Minerva. Se dice que entonces Minerva fabricó por
              primera vez una nave con dos proas, en la cual huyó Dánao.
              Pero, cuando Egipto se enteró de que Dánao había huido,
              envió a sus hijos a perseguir a su hermano y les ordenó
              matar a Dánao o no regresar nunca.
            
            
    Después de
              llegar a Argos, comenzaron a asediar a su tío. Cuando
              Dánaro vio que no podía hacerles frente, les prometió
              darles a sus hijas como esposas para que desistieran del
              combate.
            
 
                        
              Tomaron como esposas a las primas tal como habían pedido,
              pero ellas, por orden del padre, asesinaron a sus maridos.
              Hipermestra sola salvó a Linceo.
                
                         
              Se dice que las demás, por este hecho, echan agua en los
              infiernos dentro de una tinaja agujereada. A Hipermestra y
              Linceo se les construyó un templo.
            
              
              
              
              
                                                                                                                                                                       
                Danaides por J. W. Waterhouse, 1903
        
              
              
                          
                      5. Ixión
                      
                    
        
           Castigo de Ixión. Beazley Archive.
                de izquierda a derecha: Hera, Ares, Ixión, Hermes y
                Atenea
              
          Pseudo-Apolodoro, Epítome I,
              20 
              (trad. M. Rodríguez de Sepúlveda, Madrid, Gredos,
                1985)
              
Ixión, enamorado de Hera,
              intentó forzarla. Cuando Hera lo denunció, Zeus deseoso de
              conocer la verdad formó una nube semejante a hera y la
              colocó cerca de Ixión. Éste, por ufanarse de haber gozado
              a Hera, fue atado por Zeus a una rueda en la que llevado
              por los vientos paga su culpa. La nube fecundada por Ixión
              parió a Centauro.
            
              
              
                                                                                           
                
              
                   
                  
          
        
Higino, Fábulas
              62  (trad. Santiago Rubio Fernaz, Madrid, Ed.
              Clásicas, 1997)
           
                Ixión, hijo de Leonteo,
              intentó forzar a Juno. Por orden de Júpiter puso en su
              lugar una nube, que Ixión creyó ser la imagen de Juno. De
              esta unión nacieron los centauros. Pero Mercurio, por
              orden de Júpiter, amarró a Ixión a una rueda en los
              infiernos y se dice que todavía allí da vueltas.
            
            
Luciano, Diálogos de los
                      muertos 9 (6), 3  (trad. J. L.
                    Navarro González, Madrid, Gredos, 1992)
                     
          
               
              HERA. -Y ahora sé que vas a perdonar a Ixión porque tú
              también en cierta ocasión cometiste adulterio con su
              mujer, que te engendró a Pirítoo.
                    ZEUS. -¿Aún te acuerdas de
              las diversiones con los que me entretenía al bajar a la
              tierra? Pero ¿sabes qué opinión tengo de Ixión? En modo
              alguno castigarlo o dejarlo fuera del banquete, estaría
              feo. Pero puesto que está enamorado, según dices, y anda
              llorando y sufre lo insufrible...
                    HERA. -¿Qué, Zeus? Temo que
              vayas a formular una propuesta insolente.
                    ZEUS. -En absoluto; si
              modelamos de una nube una imagen que se parezca a ti, una
              vez que el banquete haya acabado y él, como es lógico, no
              pueda conciliar el sueño por culpa del amor, se la
              llevaremos y la acostaremos con él, así tal vez dejará de
              afligirse cuando crea que ha alcanzado sus deseos.
                    HERA. -¡Quita, quita! Que
              se vaya a hacer puñetas por codiciar lo que está por
              encima de él.
                    ZEUS. -Sin embargo cálmate,
              Hera, ¿qué daño podrías sufrir de una iamgen, en caso que
              Ixión se una con una nube?
                    HERA. -Pues yo pareceré ser
              la nube y a causa de ese parecido cometeré ese acto
              ignominioso contra mí.
                    ZEUS. -No digas eso, que ni
              la nube podrá jamás ser Hera, ni tú la nube; Ixión será la
              única víctima del engaño.
                    HERA. -Pero los hombres
              todos son vulgares; tal vez cuando baje presumirá e irá
              explicando a todos que se ha acostado con Hera y que ha
              compartido el lecho de Zeus, e incluso podría decis que yo
              estaba enamorada de él, y ellos -los hombres- darán
              crédito a sus palabras, pues no saben que se acostó con
              una nube.
                    ZEUS. -Bien, pues caso que
              cuente historias semejantes lo dejaré caer en el Hades y,
              encadenado, pobre de él, a una rueda, estará siempre dando
              vueltas con ella y tendrá un quehacer inacabable como
              castigo no de su pasión amorosa -que eso no es nada malo-
              sino de su arrogancia.          
                             
                             
                             
                             
                             
                             
                             
                     
            
Ixión, José de Ribera, 1632,
                        Museo del Prado, "Las Furias"
              
                                                          
                
                                                                                                                  
              
        
                                
                      6. Tánato
                    
                    
                      
                    
Heracles se enfrenta a Tánato por el cuerpor
            de Alcestis, Lord Fr. Leighton, ca. 1870
            
          
    
                              Eurípides, Alcestis 
                              840 ss. (trad. A. Medina González,
                                Madrid, Gredos, 2000)
                               
                        
                    
              
                       
                      7. Eurídice y Orfeo
                    
        
        
                   Orfeo y Eurídice, Jean
            Raoux, 1718
            
          
                 
                                      Ovidio, Metamorfosis X,
                                    8-63 (trad. Ana Pérez Vega) 
                                    
                                  
        
            
          
Hermes, Eurídice y Orfeo.
                    Bajorrelieve, Museo de Nápoles
                    
                  
          
        
          
          
          
          
          
          
          
          
     Al que
              tal decía y sus nervios al son de sus palabras movía,
              exangües le lloraban las ánimas; y Tántalo no siguió
              buscando la onda rehuida, y atónita quedó la rueda de
              Ixión, 
ni
              desgarraron el hígado las aves, y de sus arcas libraron
              las Bélides, y en tu roca, Sísifo, tú te sentaste.
              Entonces por primera vez con tus lágrimas, vencidas por
              esa canción, fama es que se humedecieron las mejillas de
              las Euménides, y tampoco la regia esposa puede sostener,
              ni el que gobierna las profundidades, decir que no a esos
              ruegos, y a Eurídice llaman: de las sombras recientes
              estaba ella en medio, y avanzó con un paso de la herida
              tardo. 
            
 
                   A ella, junto con la condición,
              la recibe el rodopeio Héroe, de que no gire atrás sus ojos
              hasta que los valles haya dejado del Averno, o defraudados
              de sus dones han de ser. Se coge cuesta arriba por lo
              mudos silencios un sendero, arduo, oscuro, de bruma opaca
              denso, y no mucho distaban de la margen de la suprema
              tierra. Aquí, que no abandonara ella temiendo y ávido de
              verla, giró el amante sus ojos, y en seguida ella se
              volvió a bajar de nuevo, y ella, sus brazos tendiendo y
              por ser sostenida y sostenerse contendiendo, nada, sino
              las que cedían, la infeliz agarró auras. Y ya por segunda
              vez muriendo no hubo, de su esposo, de qué quejarse, pues
              de qué se quejara, sino de haber sido amada, y su supremo
              adiós, cual ya apenas con sus oídos él alcanzara, le dijo,
              y se rodó de nuevo adonde mismo.
            
        
        
          
        
                                  
                      8. Psique y Eros